Hijos mandones – Síndrome del Emperador
Desde hace no mucho más de una década comenzaron a surgir en diferentes ciudades del mundo niños que se erigen como los jefes indiscutidos de la familia. Son quienes eligen qué se come, dónde se vacaciona, qué canal de televisión se ve, los horarios para dormir y demás actividades de la familia. Amenazan, pegan, agreden psicológicamente a sus padres y parecen no haber desarrollado la empatía (habilidad para saber qué siente el otro) ni ser capaces de experimentar emociones morales como la compasión o la culpa.
Se trata del fenómeno llamado “Síndrome del Emperador”, haciendo referencia a un tipo de vínculo entre niños y tutores, en el cual los niños hacen de sus caprichos ley, y quien no obedezca paga las consecuencias de sus agresiones y tortuosos berrinches. Es una pauta interaccional donde los niños aprenden a controlar a los adultos, logrando que obedezcan y cumplan sus exigencias. Son fáciles de reconocer pues se caracterizan por ser egocéntricos y poseer muy baja tolerancia a la frustración (que, por cierto, no pasa inadvertida). No parecen haber aprendido a auto-controlarse o auto-regular sus emociones y saben a cabalidad los tiempos de los padres, a quienes fácilmente manipulan amenazándolos o esgrimiendo argumentos cambiantes.
Algunos investigadores destacan causas genéticas para este síndrome. Sin embargo, una postura menos reduccionista y más comprensiva de los cambios sociales recientes –a la cual adhiero- señala que esto se debe a modificaciones a nivel familiar y social, más precisamente, a adultos que no ponen límites en forma adecuada y no ya por culpa de los niños. Por ejemplo, hoy todos somos testigos de que muchos padres no tienen el tiempo ni la firmeza necesarios para educar y poner límites a sus hijos. Las exigencias económicas los obligan a ausentarse de sus hogares, generando en ellos hábitos culpógenos tendientes a ceder y sobreproteger a sus hijos, consintiéndolos en todo. Por otro lado, se puede observar una carencia de hábitos familiares afectivos: las pantallas se han interpuesto haciendo que se pierda el contacto corporal propio de actividades como jugar y cachorrear con los hijos. A nivel social, en general, se abriga una actitud permisiva que fomenta el egocentrismo infantil. Quizá por miedo al autoritarismo padecido por muchos adultos, no nos permitimos ejercer la autoridad, que –distinta al autoritarismo– es sana y necesaria para el adecuado crecimiento de los niños. Por otro lado, la televisión institucionaliza una sociedad de consumo que legitima valores hedonistas y exigencias de “pasarla bien” y hacer lo que deseemos en todo momento sin que nada ni nadie –y mucho menos obligaciones de ningún tipo– se interpongan. Se ponderan exigencias adquisitivas y privilegios excesivos, sin considerar responsabilidades ni valorizar el compromiso con metas que requieran un esfuerzo.
Padres dudosos les enseñan a sus hijos –erróneamente– que todos los límites son negociables, permitiéndoles “pulsear” en todo, mediante berrinches, agresiones físicas o la infalible artillería pesada de los “ábrete sésamos” que declaran a viva voz que sus padres NO son buenos o amenazan con dejar de amarlos. Como si fuese poco, colapsa el sistema educativo, pues estos padres que cedieron toda autoridad no pueden ser el aval de la autoridad de los maestros (como siempre lo fueron), dejándolos desamparados en la tarea de enseñar y educar (que, por cierto, implica poner límites) e incluso recriminándoles cuando les enseñan a los pequeños alumnos lo que no deben hacer.
Cuando estos niños alcanzan la adolescencia consideran descabellado obedecer o respetar a sus padres y maestros, y entienden que lo lógico es que les obedezcan a ellos. Así llegan incluso a agredir físicamente a sus padres. En efecto, son numerosas las denuncias en comisarías por ataques de este tipo. Las estadísticas demuestran que son las madres las principales víctimas de este síndrome, que se da mayoritariamente en familias uniparentales.
Tanto desde la ingeniería como desde la psicología sabemos bien que el secreto está en invertir en buenos cimientos. Para tener niños, adolescentes y adultos sanos debemos comenzar justo ahí, en las bases, en la primera infancia. Aunque pueda parecer difícil, es más simple y “económico” comenzar dando amor, poniendo límites firmes, permitiendo que tengan pequeñas frustraciones para que aprendan a tolerarlas, enseñándoles a comprometerse y esforzarse en pos de sus metas… Los beneficios de los esfuerzos invertidos en esta etapa se cosecharán más tarde en la vida.
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